miércoles, 11 de marzo de 2009

ARCO IRIS DESVAÍDO. Jerónimo Muñoz

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ROJO

Estuve tantas horas
pensando en los lugares que frecuento,
tanto tiempo, sentado, fumando en una pipa
que estoy casi seguro que era mía,
tanto tiempo pensando, ya digo, relajado,
evocando parajes, sus entornos y ambientes,
pensando en las facciones que ilustran los lugares
igual que los dibujos a los libros,
pensando en los sonidos, los olores,
reviviendo sucesos, recordando palabras,
cavilando, en fin, en estos temas, tanto tiempo,
que todo comenzó a parecerme extraño:
mis rincones más íntimos, aquella habitación,
el canario amarillo de la cafetería,
las cinco o seis personas con las que a veces hablo,
mi cama, mi sillón, mis ciento quince libros,...
todo desconocido, como nuevo;
hasta que mi recuerdo, en su tránsito,
fue a posarse en la orilla de mi mar,
en esa orilla fresca y rumorosa,
imprecisa, cambiante, acogedora,
tan mía, tan eternamente mía,
tan sugerente y sabia,
tan distinta a sí misma,
esa orilla de donde pretendieron zarpar
las flamantes goletas de mis descubrimientos
en busca de unas Indias que no había,
esa orilla que fue para mi idea
lo que fue para Heráclito el río caudaloso:
respuesta simple y única a todas las preguntas.
Y entonces comprendí
que había estado pensando de forma equivocada,
que había en mis estantes ciento quince canarios,
que el libro era un colchón para dormir,
que la orilla del mar era un sillón
forrado de cretona muy raída
y las personas eran sólo sábanas
que evitaban el roce de mi piel
con las ásperas vísceras de la cafetería.
Y, advertido por fin de mis equívocos,
dejé de conturbarme con ensueños
y salí a pasear, despreocupado,
a lo largo de aquella habitación.




AZUL

Trasladaba mi cuerpo, paso a paso,
por el gris malecón de piedra antigua,
carcomida por lluvias pertinaces
y oleajes atroces. Era un atardecer.
Llovía débilmente como era habitual.
Allá en la lejanía, sólo bruma,
nubes bajas que anulan horizontes
haciendo parecer al cielo mar,
un mar constante, fresco y esponjoso...
Fue una revelación: todo de mar;
de mar el mar, de mar el cielo, todo,
la lluvia, el malecón, las barcas, las casillas,
el faro, las gaviotas, los sucios pabellones,
todo gris, sin perfiles, todo mar,
un mar omnipotente, inmaterial,
un infinito vientre del que nace la vida,
el principio esencial del universo,
mar sutil, aeriforme, respirable;
y, en medio de ese mar, mi cuerpo dócil,
tan tenue, tan etéreo, tan ligero,
que también con el mar se confundiera.
¡Sí! ¡Seguro! También mi cuerpo era de mar.
¿Cómo no lo pensé desde el principio?
Un pedazo de mar, con piel de mar
que no delimitaba mi contorno
sino que me fundía con el todo.
Era una religión, me daba cuenta:
un mar eterno, un mar omnipresente,
una moral difusa y sin aristas,
un credo simple y líquido, creíble.
Y el dogma principal estaba claro:
El mar nunca es el mar, sino la nada.




AMARILLO

Centenares de miles de hojas secas
formaban una capa gruesa y frágil
sobre el suelo de aquel parque olvidado,
cercano al balneario, ya en ruinas.
Caminaba rompiendo con mis botas
la urdimbre sepulcral de aquella alfombra
tejida y destejida por los vientos
con los tristes cadáveres del bosque.
Montones de cadáveres marchitos,
como en los cementerios de elefantes
como en los arrecifes coralinos,
como en los campos de exterminio nazis.
Allá, sobre las copas de los árboles,
se apelmazaban, torpes, las inquietantes nubes
de octubre y una banda muy densa de jilgueros
dibujó sobre el aire su agudo pentagrama
poblado de millares de arpegiadas corcheas.
Todo era multitud, nada era simple.
Todo era sumación de cuerpos vivos
o de inertes despojos o de abstractas ideas.
Y en estas andaba, pensativo,
cuando empezó a caer un fresco orvallo
que era suma igualmente, muchedumbre,
de finísimos números de agua.
Entonces ya mi dicha fue notable.
Y comencé a sumar, a mi manera,
una gota de agua, más un pájaro,
más un re sostenido, más un árbol,
más un jirón de nube, más una hoja caída,
más un cadáver seco de elefante,
más un par de pendientes de coral.
Y trazando una línea, hallé la suma,
Y, al hallarla, mi dicha fue infinita
pues al fin advertí que la sonrisa
está exenta de números.



ANARANJADO

Cuando ya comenzaba a anochecer,
después de haber estado varias horas
sentado en la terraza de aquel bar,
decidí que debía dedicarme
a observar a la gente que pasaba.
Así que le pedí al pulcro camarero
un séptimo café
y me puse a mirar y a escudriñar,
y vi gente curiosa, interesante,
en la que nunca había reparado.
Pasó primero un cura no muy grueso,
con pantalón vaquero y gafas negras,
que quizás fuese un ciego bonachón,
y que no pronunció ni una palabra.
Por la acera de enfrente, un militar,
no sé bien si sargento o comandante,
paseaba en bermudas a su perro
sin dignarse en lanzarme un mal vistazo,
a pesar de que yo lo miraba muy fijo.
Un taxista cogido del brazo de su esposa
pasó detrás del cura, mirando a todas partes.
Detrás nadie surgió en un par de minutos.
Y, enseguida, un maestro de primarias
pasó dándole besos a su novia,
sin que ella le hiciera mucho caso.
Y pasó un gran tropel de estudiantes de física
que daban fuertes voces y reían.
Y pasaron catorce empleados de Hacienda,
todos rubios y altos y con ojos azules,
portando la pancarta de consigna ilegible.
Pasaron muchas gentes, ya digo: muchas gentes.
Después se acercó un hombre de uniforme
pidiéndome, muy serio, la documentación,
y al decirle que no sabía dársela
y al preguntarle luego si era policía,
se enfadó y se indignó de tal manera
que tuvo que acudir el pulcro camarero
que se lo llevó aparte y lo calmó.
Y yo, que ya estaba aburrido de observar,
me eché del otro lado y me dormí.




AÑIL

Era un atardecer del mes de abril
y la playa sureña por donde caminaba
inundaba mis ojos con reflejos metálicos
de oro y de aluminio. Yo era joven.
El mar estaba quieto. No había olas.
No había en todo el aire ni un insecto
y sólo allá muy lejos, en la orilla,
que era igual que la acera
de la gran avenida del océano,
una figura humana muy difusa,
envuelta en tenues brumas, se acercaba.
Extintos oleajes habían tapizado
la orilla de algas verdes y aromáticas
que yo me complacía en aplastar
con mis desnudos pies. Y atardecía.
El ser humano se acercaba más.
Sus pies, también descalzos, eran lentos.
Su rostro era sereno. ¿Y su mirada?
No sé si se cruzó por el lado del mar
o por el de la arena. Atardecía.
Los reflejos de plomo y esmeralda
me habrían deslumbrado. No sé bien.
Quizás fueran las alas de las moscas verdosas
las que habrían nublado mis ojos, que eran jóvenes,
o las olas enormes que, al romper, salpicaban
formando densas nubes de salado sabor
o la bruma norteña que lavaba
las algas azuladas, privándolas de aromas.
No sé bien. La figura, a mis espaldas,
se fue alejando más y más. Amanecía.
Y unos días después, cuando empezó el otoño,
y cumplí mis primeros cincuenta y nueve años,
aquel mendigo alcohólico que, al verme
caminar por la acera, siempre se aproximaba
en busca de unos céntimos, me dijo muy seguro
que me encontraba más joven cada día.




VERDE

Deambulaba callado por las calles vacías
una tarde de agosto. No recuerdo
si era Córdoba o Málaga o Granada.
Sí recuerdo el asfalto y el acero
y el cemento y el gres y el peuvecé
todos ellos sacados del vientre de la tierra,
torturados con fuego y conformados
hasta adquirir su aspecto arquitectónico;
maderas barnizadas que bien pudieran ser
cadáveres resecos cortados en filetes
y vidrios transparentes como láminas
de mar sólido, gélido y sin vida.
Lloraba sin consuelo aquella tarde
por las calles calientes de Córdoba
(o Málaga o Granada, no sé bien)
y los seres humanos que ocupaban
todas y cada una de las sucias baldosas
de las aceras grises, me miraban
sonriendo de lástima o desprecio,
caldeados sus cuerpos por la sangre bullente
y por necios anhelos basados en quimeras.
Eché a correr en busca del fin de la ciudad;
necesitaba huir del artificio,
revolcarme en la tierra inmaculada,
dejarme acariciar por la hierba silvestre.
Corrí en línea recta. No hice caso
de muros ni de esquinas. Muy aprisa.
Salí por fin a campo abierto y limpio.
Granada o lo que fuera, a mis espaldas,
se alejaba en las brumas de lo falso,
todo era bosque viviente en tierra amiga,
un bosque con arbustos y con hongos,
con líquenes y musgo, con arroyos y peñas,
con árboles inmensos, vírgenes de fuegos,
con pájaros tupidos y flores agrupadas.
Y, dos metros debajo de la hierba,
los campesinos muertos, con la sangre podrida
y los pechos helados, vacíos de ilusiones,
acabadas sus vidas de forma prematura
por nunca haber tenido aire acondicionado.




VIOLADO

¡Qué fresca la penumbra de aquel templo andaluz!
Había entrado en él sin ilusiones
una mañana inútil de septiembre
y, al respirar aquel vendaval de quietud,
al rozarse mi piel con el silencio inerme,
al intuir el pánico a la muerte
sublimado en retablos de oro viejo,
pinturas desvaídas y estatuas mayestáticas,
al penetrar en mí aquel montaje místico,
pensé que debería quedarme allí un buen rato
e intentar responder con mi presencia
a la dulce llamada de la fe.
Y, sentado en un banco, junto al púlpito,
hablé primero un poco con san Felipe Neri;
no fue nada importante: unas palabras.
En seguida entablé conversación
con santa Margarita María de Alacoque,
quien me dijo, entre otras muchas cosas,
que al infierno van sólo los tontos y los necios.
Pasó por allí cerca san Francisco Solano
que nos pidió silencio con ademán solemne,
pero, en cuanto se fue, san Carlos Borromeo
me contó un par de cuentos muy graciosos.
Después, san Nicolás de Tolentino
me habló de la importancia de una dieta ligera,
san Alfonso María de Ligorio
me explicó con amplísimo detalle
de qué estaban formadas las alas de los ángeles
y san Luis, Rey de Francia, me invitó a unos calvados.
Por fin, Nuestra Señora de los Siete Dolores
me dijo que, entre todas, la mejor era ella.
Busqué también a Zeus y a Afrodita
y a otros dioses egipcios y caldeos,
pero no los hallé. Quizás porque eran falsos
o porque ellos moraban en templos diferentes.
De pronto eché un vistazo a mi reloj
y salí apresurado de aquella rancia casa
en la que entré febril y amodorrado
y de la que salí despierto, muy despierto.